Los pasos y los días (1995)

 

03.Los pasos y los d  as

 

Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán,
Mérida, Yucatán, México, 1995, 60 pp.
ISBN: 968-6843-86-8
Epístola 8 pp. 29,30.
Epístola 14 pp. 45-47.

 

 

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8.

Cuando era niño soñaba con el mar. Cuando era joven lo conocí. De adulto he estado y soñado con el mar insistentemente. Ahora, cuando estoy en el mar, sueño. Mi mente se pierde en el infinito horizonte que lo contiene y me siento un minúsculo elemento que lo compone. Quiero ir, entonces, a recorrer todos los lugares que el mar toca, estar ahí, en todas partes, mojar todas las playas, golpear en todo acantilado que aparezca, ser atracción y continente de tormentas, refractar el sol y reflejar la luna, hacer de ella un punto final en un camino que se pinta sobre la superficie azul, oscura, de las aguas. Esta luz de la luna reflejada y convertida en sendero, también se vuelve sueño. Cuando llega la lluvia y va dejando su huella en cada gota, el mar la recibe con un beso y la aprehende, la apropia para sí como enseñanza y no la deja ya ir, la incorpora a su ser, sus gotas son parte de ese inmenso volumen oceánico. El mar se vuelve llanto y todo llanto retorna al mar en su momento. Lloran también mis ojos cuando en el mar revientan las olas y hacen de su juego un reflujo interminable; llanto de gozo y plenitud; sabor de acariciantes olas sobre la superficie anhelante y solícita de las playas seductoras. El gusto de apreciar y ser y estar y acompañar el mar; de ser parte de él, de ser el mismo mar, me hace escapar una sonrisa. Ahora, cuando estoy en el mar, sonrío. Siempre sonrío, porque mágicamente de mil maneras el mar está, siempre está cerca de mí, está en mí como magia, acurrucador de sueños y espacio de ilusiones. Soy parte de él. A él regresaré para dejar que encienda mis últimas sonrisas y en él estoy porque está la sonrisa, y la sonrisa es imagen del mar en todas partes.

Rodeada de agua, agua que es río (Hudson) y mar (Océano Atlántico). Aguas confundidas del inmenso océano y el profundo e inmenso, también, río navegable; así, confundidas, las aguas, rodean la minúscula isla donde quedó asentada la Estatua de la Libertad, como monumento. Quisieron dejar instalada la libertad como valor esencial de la nación norteamericana y quedó solamente como retórica y como monumento. Ahí, regalada por Francia, contemporizando momentos políticos y estrategias de relación, quedó para siempre la libertad unida al mar, al río, al agua. Flama vigilante para que cada quien declare su propia libertad de ser, de estar, de pensar, de sentir, de expresarse. Un siglo de presencia y un valor intemporal, histórico, de la esencia humana, como símbolo y como repaso.

Cerca de la Estatua de la Libertad, ya en la plataforma continental -o semi plataforma-, en el sur de Manhattan, isla rodeada de aguas que le refrescan la existencia; ahí también simbólicas, soberbias, están las torres gemelas, en el corazón del World Trade Center, el centro comercial y financiero del mundo entero. Torres vigilantes: de Manhattan, de Nueva York, de los Estados Unidos de América, del mundo, de los intereses económicos de los poderosos, de los valores que niegan al hombre y lo trastocan todo.

De nada vale un capital sin sentimiento; no realiza ni trasciende al hombre. El oro, la moneda, la acción empresarial, son recursos convencionales que con el tiempo se han convertido en objetivo y fin. Han dejado de ser un medio para la realización del ser humano y se olvida lo esencial: trabajar, crear, sentir, pensar, expresar, vivir.

Desde el piso 107 de una de las torres gemelas, sin embargo, hay lugar para apreciar la belleza de una puesta de sol, de una ciudad que pareciera despertar de un letargo cotidiano y la gente sale de sus trabajos y gana la calle; las luces se encienden, los autos avanzan, la algarabía surge. Se ha iniciado la noche y la ciudad se ilumina. El sol languidece; sus últimos vestigios de luz se reflejan en los cauces de East River y Hudson River. El cielo va oscureciendo su resplandor violeta y rojo hasta quedar azul-negro.

Otra noche para engendrar el día; otra noche para albergar el sueño; otra noche para que el mar se esconda; otra noche para que el mundo ría.

Ya de noche, en el Parque Astoria, veo la ciudad dibujada a lo lejos. Manhattan tiene como marco el Triboro Bridge. Las luces la dibujan, el río la refleja, los ojos admiran y generan impresiones actuales, recuerdos y sueños.

14.

El frío está cediendo. Igual que el calendario, que hoja a hoja va dando cuenta del tiempo que transcurre, el frío día a día intenta permanecer y no se deja, pero la fuerza del destino lo condiciona y determina. Aproximadamente en dos semanas los jardines comenzarán a mostrar su colorido y sonreirán a moradores y transeúntes; no habrá limitaciones ni vergüenzas, sonreirán y mostrarán sus alegrías. El hemisferio norte dará cuenta de otros cielos distintos, una calidez para el amor expresivo e ilimitado, un arco iris en cada bocacalle e irán cayendo las telas para mostrar el encanto de los cuerpos y la verdad del pensamiento que los inviernos ocultan por vocación o calendario estacional.

El Village, sin embargo, da cuenta de su desinhibida condición que lo define. Palmo a palmo, murales y rincones muestran su desenfado cada instante; hay colorido en las paredes como queriendo hacer primaveras permanentes; hay formas y color, rejuego y movimiento. Se rompen los límites formales con el Soho, pero juntos no se desbordan más allá de sus contornos para que no pierdan identidad y diferencia. Hay intención y voluntad de desenfado, de abandonar inhibiciones y cargas que condicionan y limitan para llegar a ser, dejar de ser lo que no se es o no se quiere, para arribar al SER como se ha prefigurado y decidido. Y su gente, la suya, no la que llega a verlo como ejemplar de exhibición en un museo o en un zoológico, vive su tiempo sin recato.

Estos dos barrios pequeños, son un oasis entre frialdad y aspereza neoyorquinas. Sus calles y tabernas, sus edificios y murales, sus galerías y rincones, sus bares y hasta sus tiendas, sus banquetas pintadas, sus esculturas callejeras, sus restaurantes al aire libre, su acogedor espacio generoso, sus fronteras abiertas, su habitat sin egotismos, su ambiente contagioso. Es de por sí un espacio indivisible, con su individualidad incuestionable; se puede disentir o criticarlo, pero no se le puede negar, desconocerlo, ni hacer caso omiso de su espontaneidad que a algunos hiere. Se identifica claramente, se le demarca, se le exhibe, se le respeta. No es un lugar cualquiera, capaz de difuminarse entre las calles. Como otros barrios neoyorquinos, tiene su sello distintivo: Harlem, Brooklyn, el Bronx, China town, Little Italia, Wall Strett, la 5ª avenida, Broadway, el Bowery, el puerto, el World Trade Center: cada uno su estilo, su vida, su destino; cada uno su sello distintivo, sus aciertos, sus riesgos, sus fardos, su amor, su desatino. Pero todos ahí están, no son impersonales, no pueden pasar inadvertidos. Por eso la ciudad atrae, llama, seduce, contagia, estimula, aunque se le censure y hasta se le desprecie. Se le acepta o rechaza. Ser o no ser. No hay espacio para mediocridades.

Y en medio de la multiplicidad, la tarde obsequia con un bello atardecer que perfila a Manhattan con un telón multicolor de tonos azules, rojos, violeta, amarillo, morado. Ocaso único. Hermosa manera de despedir el día. Vaya forma de preparar el sueño para crear los tiempos del deseo.

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