Guillermo Samperio (Toluca, México 26/08/81)

Las cartas del tiempo

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Guillermo Samperio

 

El poeta desarrolla una indagación sobre los aspectos contradictorios de la vida actual. Esta indagación se plasma, la mayoría de las veces, en poemas largos. Utiliza vocablos que van tocando los objetos a tientas; pareciera que la sensibilidad del creador no se convenciera de lo que está sucediendo a su alrededor, y sólo deja constancia del aspecto de lo reconocido en su investigación poética.

En «Buscar la línea del camino» dice: Un día de plano/ no sabes ni cómo amanece el mundo; en el mismo poema, más adelante: Y te quedas igual,/ sin saber atinarle al agujero de los ceros,/ sin quitarle las patas a la mesa/ para que ya se caiga de adeveras; y en «Analizar el tiempo» dice también: No podemos saber/ por qué la luz nos vomitó. La misma sensación hallamos en «Decidir el camino»; veamos: Y no podemos pararnos a mitad del llanto/ para pensar si amamos/ o si vamos calmando el ansia/ a punto de mordaza, enloquecidos/ aunque nos llenen de vómito los besos. O, en otro lugar, se escucha dónde quedaste/ noche/ dónde te escondes/ muerte/ dónde te muerden los peces tus pies/ para que escuches.

En esta búsqueda a través de la ciudad que tiene abiertas sus puertas no sólo aparece el poema con largura, sino también contactos reiterados con el dolor, uno de los objetos poéticos con que más frecuencia nos topamos al indagar en el sentido del ser que nos anima. Y esto es así porque vivimos una época, como diría José Emilio Pacheco, una época de catástrofe, donde los valores, o son predominantemente negativos, o se encuentran trocados unos en otros, o se pregonan aquellos y en rigor se aplican los que se callan. Entonces, al poeta le toca vibrar hondamente en tal manera de morir, como las arpas débiles que son tañidas por el aire pútrido de todos los días; estos sonidos sentimentales, música de la herida, aparecen a lo largo de Las Cartas del Tiempo y, nosotros, abiertos lectores (o cerrados), recibimos el canto de Arizmendi para compartir el dolor que contienen sus epístolas poéticas. Escuchemos algo de este dolor: Y todo reincide en ser de nuevo lo que trató de ser/ el faro/ el hombre/ el sol/ la chispa dice Roberto en «¿Qué vamos a hacer con esta sangre?». Y en «La Soledad» oímos: El miedo de que violaran/ nuestra preciada soledad/ secreta/ nos hizo ir cerrando puertas y razones. Lo mismo que en «El sistema»: el tránsito amargado/ cada baldosa es al fin y al cabo/ un poco de amalgama de amor y de trabajo/ de historia y hombre. El inicio del poema titulado «Noviembre» no puede ser más claro al respecto: Este noviembre me partió la vida a dentelladas./ Las mañanas sonaron destempladas/ con su acumulación de cantos desprovistos./ Una mujer cargada de presagios./ El llanto de la ilusión descuartizada./ El sabor de la duda.

La dura experiencia del encuentro con el aspecto adolorido de nuestra «moderna asociación» lleva a Roberto Arizmendi hacia regiones donde exista algún remanso, la tranquilidad necesaria para seguir en el tiempo, y el poeta llega a la ternura, al amor, objetos vitales que también se descubren en el fondo de la hondura. Bastiones de odio son parte de la catástrofe y el poeta lo entiende en su indagación, de ahí que mire hacia el futuro. Y pienso que amor y ternura devienen en bastiones distintos, bastiones desde los que se puede levantar la vida y el coraje legítimos, sin odio, sin venganza.

Esta legitimidad encuentro en el poema brevísimo llamado «Declaración»: Siempre habrá un rinconcito en mi mundo/ desde la infancia/ para amarte./ Te lo digo y ya./ (Me callo para esperar tu beso), o hacia el final de «Buscar la línea del camino»: Una mañana/ mejor/ de plano nos sellamos/ y agachamos la cara/ para limpiar nuestros juguetes de madera, o en los cuatro primeros versos de «El sistema»: Entre todos andando y entre el vaivén del mundo/ vamos hacia nuestras propias escalas/ y te enuncio muy claramente la mañana/ para dejar constancia de amor.

Entre estos polos o aspectos contradictorios de la vida actual, dolor y amor, Roberto encuentra la forma de decir el tipo de palabras que le dan cuerpo al sondeo poético. Quizá porque su versario se encuentra tan a piel de lo que acontece en su entorno, los poemas se nutren de una voz «fresca, directa, coloquial», como afirma Araujo Mondragón en el texto que encabeza Las Cartas del Tiempo. Es decir, el estilo de Arizmendi está muy ligado a las formas en que se manifiestan sus objetos; hasta el ritmo cobra tonos del habla cotidiana, lugar donde los objetos son reconocidos y luego desconocidos, pero que el poeta reconoce y luego conoce para levantarlos en sus versos. Esta ligazón entre poema y entorno no sólo crea una especie de «poesía conversacional», o «platicada», con acierto, sino también puede producir caídas en la construcción del poema, lo que pasa en alguno del libro.

Sin embargo, el poeta está ya presente, y tenemos la certeza de que irá creciendo, pues su voz es segura; muchos poemas y versos suyos se encuentran ya en el tiempo, en las cartas del tiempo de México.

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Texto leído en la presentación del libro Las cartas del tiempo, en la «Capilla Exenta», Plaza Fray Andrés de Castro-Portales, Toluca, Mex. el 26 de agosto de 1981.

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